Es a mediados del siglo XVIII , cuando el artista huye del exceso de ornamentación, del caos en las formas musicales y busca el orden y el concierto volviendo al estilo marcado por las lineas griegas, donde la sencillez, el uso de la melodía sin contrastes impera. Manda el orden sobre el desequilibrio del Barroco donde se utilizaba la exageración, la diferencia tímbrica y de color en todas las artes.
Ese tira y afloja siempre ha sido y será una constante a lo largo de la Historia, donde el hombre no contento con su situación busca un nuevo rumbo y un nuevo camino en busca de su propio equilibrio.
Debussy reaccionario al movimiento Romántico, utiliza las escalas modales del Gregoriano creando otro estilo: el impresionísmo musical. El jazz reivindica bajo su forma extrovertida y desenfadada el papel del artísta negro por América y toda Europa. El Nacionalísmo musical, la identidad de los pueblos y su cultura.
Todas estas cuestiones son muy evidentes y nadie las cuestiona, pero el orden y el caos nos provocan situaciones en el Arte muy peculiares.
El pensador francés G. Bataille(s.XX) comenta que la transgresión del orden es el principio del placer. Como hemos comentado antes, en la época de Mozart hay una vuelta al concepto equilibrado de lo bello, sin embargo surge al mismo tiempo una corriente filosófica (Sturm und Drang) que nos revelará la belleza de lo siniestro. En el Romanticísmo del XIX se anunciará lo siniestro como emoción y recurso estético.
Pregunto yo entonces, ¿dónde está la barrera del orden y el caos, de lo bello y de lo feo, de lo visible y de lo oculto?
Quizás pensamos que lo feo y lo siniestro no busca su propio equilibrio. Aquello que nos provoca repulsión o no comprendemos por su atrocidad nos hace entrar en crisis existencial y provoca en nosotros la creación de una corriente de rechazo. Así nacen los movimientos artísticas, según la época, el ojo del observador, la emoción que provoca.
Y nosotros juzgamos, elegimos... o nó. Tenemos la posibilidad de ver el Arte en su totalidad sin perturbación, sin juicio y sin indiferencia comprendiendo que pertenece al propio sendero de la vida donde el delito también puede ser calificado de bello.