La búsqueda tan solo, del reconocimiento, el aplauso, el éxito perenne y el no conocer el fracaso, el olvido o el desinterés del público por cualquier acción realizada ,transforma al artista en un espécimen ambicioso y egoísta que puede ocasionar hasta la propia autodestrucción.
Ese protagonista del arte canta esa canción popular que dice: Todos queremos más...y siempre, siempre está en el candelero. Así como se asciende a los cielos con alas de pájaro, Ícaro se acerca al sol y sus rayos las funden. Así es el éxito y así el fracaso.
El que tiene buen juicio equilibra sus deseos y su ambición, pero el que no se sabe ambicioso y piensa que actúa con sensatez puede llevar sus acciones a la frustrante caída o a un precipicio sin vuelta.
Cuando nos sentimos protegidos por el público, por las altas esferas, nos creemos con derecho a cometer delitos de codicia y pretendemos dominar todas las situaciones.
Pero el público es voluble, la garantía de la tutela se acaba y estamos solos como Clint Eastwood, ante el peligro.
Meter la pata una y otra vez y no reconocerlo, seguir cogiendo manzanas en lo alto de un árbol sin importarnos la tormenta ni la lluvia, ser los reyes del mambo sin pareja en la discoteca...se llama también agarrarse a un clavo ardiendo.
Solo queda ya arrastrarse cual culebra (sin reconocer nuestra tamaña ambición) para volver a recuperar los favores perdidos y la simpatía del público.
Los actores son capaces de engañar al auditorio con frases apropiadas. Aquel que sólo oye una versión de la obra siempre cree lo que le cuentan ,y pudiera ser que Romeo no amara a Julieta, sino a la mujer de uno del público convocado.
El problema es cuando nadie quiere contar la verdadera historia. Y por los siglos de los siglos nadie la reivindica.
Nos queda nuestro propio juicio, la observación y tras ese análisis no aguantar ya más tanta falsedad. Decir :¡Basta!.
Y el ya está o la cesación implica respeto. Y el respeto empieza por uno mismo...