Entre las arterias del paisaje de árboles de invierno, la niebla se presentó más pronto que nunca con la música de Erik Satie difuminada en el gris blanquecino de la madrugada. Durante toda la mañana, pensé muchas ideas que se quedaron en la nube colgadas, sin que pudiera pronunciarlas, ni siquiera apuntarlas en un papel, envolviéndose y encogiéndose como ensortijadas en una trenza mientras te recordaba degustando un vino D´Berna de Godello.
Y aún empapada de ese sabor fresco y de paso largo por boca, no encontré razón alguna para abrir el sarcófago y salir a hacer vida normal entre consumidores de ajos y evangelios dominicales con comuniones de carnes en fusión.
El gollete de la vasija de aceite fracturado pedía a gritos emigrar al reciclaje de la vuelta de la esquina y muchas de las especias de la estantería, caducadas en el 2018-19 ser renovadas sin dilación. Me puse a esa faena y a otra.
La impresora dejó de funcionar por falta de tinta. Imprescindible.
Con todo esto, pensé que la vida debería de ser otra cosa, pero no es.
Reducimos la existencia al gasto, al dispendio y al hacer uso de lo que se tercie.
Recordé mi primer pensamiento escondido en un cúmulo tempranero, uno de esos propósitos inocentes que me sugería, voluptuoso, disfrutar más de esa silenciosa mañana, del vivir sin tener... No nos vamos a llevar nada, pero parece que todo se depositará en la antesala del cenotafio de nuestra tumba para recordarnos los desvaríos de nuestra propia estupidez.