Narciso era un joven de notable belleza, al que le gustaba cazar en el monte con sus alegres amigos. Despreciaba las proposiciones de las ninfas que se sentían atraídas por su belleza, y un día, una de las que habían en vano seducirlo pidió que algún día el propio Narciso conociera el dolor del amor no correspondido. Una diosa escuchó su oración y le concedió su deseo.
Cierto día, Narciso encontró una fuente oculta y sombreada de agua clara como el cristal y superficie plateada. Acalorado, sediento y cansado de la caza, se inclinó para beber, y vio entonces una imagen en el agua. Creyó que era un espíritu del agua que vivía en la fuente y, contemplando a aquel hermoso ser, se enamoró desesperadamente. Extendió los brazos para abrazar a su ser amado y los sumergió en el agua, pero la imagen se apartó;regresó al cabo de algunos momentos, y la fascinación de Narciso se renovó.
Narciso no era capaz de apartarse de la fuente, se quedó allí contemplando al delicioso ser y perdió todo interés por comer o por dormir. Suplicó al ser que le devolviera su afecto, pero no le sirvió de nada. El extraño problema de Narciso le hizo ir perdiendo el color, la fuerza y la belleza; se consumió y murió.
Tanto en la antigua India como en la antigua Grecia se guardaba el principio de no mirar el propio reflejo en el agua; y los griegos consideraban que cuando un hombre soñaba que se veía reflejado de esa manera, el sueño era un presagio de su muerte. Temían que los espíritus del agua arrastrarían bajo el agua el reflejo de la persona, o su alma, dejándolo perecer sin alma. Éste fue, probablemente, el origen del cuento clásico del bello Narciso, que languideció y murió tras ver su reflejo en el agua.
Afortunadamente, existe otro relato que habla del amor, de la muerte y de un espejo y que estimula y consagra este mismo ideal. Esta leyenda procede del antiguo Japón.
En tiempos remotos, en una región apartada del Japón vivían un hombre y una mujer con su hijita, a la que adoraban. Una vez, el hombre tuvo que viajar a la lejana ciudad de Kioto por cuestiones de negocios. Antes de partir, prometió a su hija que le traería un regalo que ella guardaría como un tesoro, si era buena y obediente con su madre durante su ausencia. Después marchó de viaje.
Cuando regresó a su casa, trajo a su hija una muñeca y una caja de laca llena de galletas, y a su esposa le regaló un espejo de metal. La mujer no había visto nunca un espejo, y cuando vio su propio reflejo quedó maravillada y tuvo la impresión de que la estaba mirando otra mujer. Su marido le explicó el misterio y le recomendó que cuidara bien del espejo.
Poco después, la mujer cayó gravemente enferma. Cuando se estaba muriendo, llamó a su hija y le dijo:
-Hija querida, cuida de tu padre cuando yo me muera. Vas a echarme de menos tras mi muerte. Pero toma este espejo, y, cuando te sientas sola, míralo, y me verás siempre.
Después de decir estas palabras falleció.
Algún tiempo más tarde, el hombre volvió a casarse, y su nueva esposa trataba mal a la hija de él. Pero la pequeña recordaba las últimas palabras de su madre. Se refugiaba en un rincón y observaba con pasión el espejo. Cuando lo hacía, le parecía que veía el rostro de su madre, no consumido por el dolor, como había estado en el lecho de muerte, sino joven y hermoso.
Cierto día la madrastra vio a la pequeña agachada en un rincón con un objeto en las manos que la mujer no pudo identificar, murmurando sola. La madrastra que aborrecía a la niña, llegó a la conclusión de que la pequeña estaba practicando la magia: quizás estaba haciendo una imagen y clavándole alfileres. La mujer acudió al lado de su marido y le dijo que la pequeña intentaba matarla con brujerías.
Cuando el hombre oyó estas acusaciones habló con su hija que escondía el espejo en la manga. El padre pensando que ocultaba algo se enfadó con ella por primera vez en su vida y repitió a la hija lo que le había contado su madrastra.
Cuando la muchacha oyó estas acusaciones injustas, se sorprendió y le dijo que lo amaba tanto que no se le ocurriría ni intentaría nunca matar a la esposa de él, pues sabía que él la quería.
El hombre quedó perplejo, y sólo estaba convencido a medias. Preguntó a la muchacha qué era lo que escondía en la manga.
-Es el espejo que diste a mi madre, y que ella me entregó en su lecho de muerte-dijo la pequeña-Cada vez que miro su superficie brillante veo la cara de mi madre querida, joven y hermosa. Cuando me duele el corazón, saco el espejo, y la cara de mi madre, con su sonrisa dulce y amable, me trae paz y me ayuda a soportar las palabras duras y las miradas de enfado.
Entonces el padre comprendió, y amó todavía más a su hija por su devoción a su madre. Hasta la madrastra de la niña se avergonzó y pidió perdón. También la niña perdonó y vivió feliz desde entonces.